Curvas del Garraf

La carretera del Garraf es una carretera peligrosa, muy peligrosa.

Es una carretera excavada en la roca, sobre el mar.

Sin quitamiedos.

Un mal giro, y el coche se vá al mar.

Ella conducía demasiado rápido. 

Sus nudillos estaban blancos, de tan fuerte como sujetaba el volante.

Las lágrimas le nublaban la vista.

Conducía demasiado rápido.

Estaba oscuro. 
Ella había bebido.

Bebido para olvidar.

Olvidar las palizas de su marido. 
Un marido que, como cantaba Kiko Veneno, le “había salido malo”.

Bebía y la pegaba.

Gritaba y la pegaba.

La insultaba y la pegaba. 
Ella recordaba aquellos momentos, asustada, esperando que su marido volviera a casa.

Los temblores cuando oía la llave girar en la puerta.

Esos pasos, siniestros, anticipo de la paliza. 
Apretó el acelerador y apuró demasiado en la curva.

Conducía demasiado rápido.

Había bebido. 
Tanto desprecio, tanta humillación.

Tantas excusas para no decirle al médico que las heridas se las había hecho él.

No podía más.

Quería acabar con aquello.

Tanto miedo.

Tanto dolor. 
El coche derrapó...

Era de noche.

Muy poca luz. Casi de noche. 
Frenó el coche en seco. En el único arcén.

Miró al mar.

A sus piés, 50 metros de caída libre.

Allí abajo? Rocas y la espuma de las olas al romper contra ellas. 
Respiró hondo.

El sabor amargo del alcohol.

Se secó las lágrimas.

Miró al mar una última vez. 
Ese mar, tan bello y poderoso.

Ese mar, lecho y sepultura.

Relajó el cuerpo, respiró hondo... 
Vació su mente de pensamientos... 
Todo el dolor fuera... 
Acabemos con esto... 
Se dió la vuelta.

Abrió el maletero del coche y con esfuerzo sacó el cadáver de su marido.

“A nadar hijodeputa”

Lo tiró al mar. 
Parte II.

Era cáncer. Lo sabía.

Iba a morir.

Lo afrontaba con resignación, pero claro, eso cambiaba las cosas, sus prioridades. 
Siempre había sabido que sería así, desde pequeño tuvo esa intuición.

Que un día descubriría que tendría una enfermedad letal y que lo aceptaría, sin más.

Que no haría ningún esfuerzo por curarse.

Tampoco se lo diría a nadie. 
El decidiría como irse. Sin la ayuda ni los cuidados de nadie.

Simplemente pasaría.

Era su obra de arte, su obra de vida.

Su elección, hasta el final. 
Eso le hacía ver las cosas desde una perspectiva diferente.

Ser el dueño de su vida y de su muerte, le hacía también dueño de todas las demás decisiones. De todas.

Ya nada le frenaba. Por fín podía ser libre y decidir sin restricción alguna. 
Saber que iba a morir y que lo hacía por decisión propia.

¿Quién podía impedirle hacer lo que quisiera en sus últimos meses de vida? 
El sargento de homicidios escupió el cigarrillo al mar, y se inclinó para reconocer el cadáver.

Le habían bajado con un arnés.

Era el primero en acceder al amasijo de carne y huesos que yacía sobre las rocas, en aquella composición extraña y grotesca. 
Aún no había salido el Sol.

Las olas murmuraban amablemente entre las rocas.

El mar todavía dormía. 
A pesar de estar desfigurada, reconoció la cara al instante.

Ese hijodeputa era célebre por las palizas que propinaba a su mujer.

Otro maltratador malnacido.

Pero este hijodeputa era especial... 
Era célebre también por ser un político.

Un político de esos que no tienen cargo pero que mueven todos los hilos.

El jefe en la sombra. El corrupto. El que todo lo pudre. 
El sargento lo conocía bien. Había investigado algún caso de corrupción que lo había llevado hasta él. Recordaba claramente la fetidez de su mirada. Cómo le había dejado claro que él era intocable. Cómo después sus jefes le habían dicho lo mismo. 
Y ahí estaba. Roto por las rocas del Garraf. Los miembros dislocados, la masa encefálica dispersa.

Y ahí estaba él. Dejándose consumir por el cáncer, por decisión propia. El decidía morir. El decidía ya sobre todas las cosas. 
Y decidió no colaborar.

Desde arriba era imposible que vieran lo que hacía. Nadie más bajaría hasta allí. No hasta que el juez ordenara levantar el cadáver. 
Actuó rápido y limpio. 
Retiró todas las evidencias materiales que pudieran identificar el cadáver: cartera, reloj, llaves...

Las arrojó bien lejos. 
Acabó de destrozar la cara del hijodeputa contra las rocas.

Sonrió al darse cuenta de que disfrutó haciéndolo.

Hubiera preferido hacerlo en vida, pero sólo ahora podía decidir él. 
Sabía que esto no impediría la identificación, pero sí que la haría más difícil, que la retrasaría.

El hijodeputa no tendría en muerte la justicia de la que se rió en vida. 
Le daba igual si había sido un accidente, poco probable, o un asesinato, más plausible.

Le daba igual si el asesino, si lo había, se escapaba. 
Le daba igual si el culpable quedaba indemne.

Por un instante, se imaginó a la mujer del hijodeputa tirándolo desde lo alto.

El Sol despuntó en el horizonte. 
Parte III

- La Señora estuvo en casa toda la noche.

- Vamos a ver Dolores, ¿cómo que la Señora en casa? Pero si ella dice que no recuerda nada... 
- Bueno, ya sabe que la Señora tiene algún problema con la ... ya sabe... la bebida, pero yo y todos los empleados del servicio le podemos jurar que la Señora estuvo en cama toda la noche y no salió. 
El sargento de homicidios llevaba muchos años en el servicio como para saber cuando le estaban mintiendo.

También sabía que había un punto en el que ya no valía la pena seguir presionando a un testigo. 
Pasó la tarde interrogando al resto del personal del servicio.

Todas las respuestas fueron monolíticamente idénticas... que si “Señora en la cama”, que si “Señora toda la noche en casa”, que si... 
Como hablar con un frontón. Todas las respuestas idénticas. Todo el personal de servicio del Hijodeputa protegiendo a la Señora.

Inútil continuar. 
Pero además, había un matiz: Desde que le habían asignado el caso, que había decidido que no iba a mover un dedo por aclarar quién asesinó a ese desgraciado.

Le importaba un bledo. 
Aunque la lista de sospechosos no era corta, la lista la encabezaba claramente la Señora.

Una lista escrita por la Policía, pero compartida ya por prensa y televisión... buitres carroñeros que se alimentaban del escándalo y la podredumbre. 
Pero a él le daba igual.

Lo que le intrigaba de verdad era por qué todos en su casa protegían a la Señora. 
El Hijodeputa era un cabrón. Eso estaba fuera de toda duda, pero esa defensa casi hoplita de la Señora le sorprendía, y le sorprendía por un motivo: Era espontánea. 
La Señora llevaba 24h incomunicada; no había posibilidad de que les hubiera dado instrucciones.

Que la tal Dolores, que el jardinero, que el chófer, que la cocinera... vaya, que todos la defendieran, le sorprendía. 
El Sargento de homicidios se despidió.

Ya se inventaría algo para el informe. Seguro que el comisario le presionaría para enculpar a la Señora.

Pero él no lo haría. No la enculparía. 
El Sargento lo tenía todo bien ligado.

Muchos años de servicio. Mucha mili. Mucho oficio.

Ese caso se quedaría sin resolver. 
¿Porqué?

Por que se estaba muriendo. Por que había decidido morirse así, decidiendo él.

Esa sería su última obra, su obra de arte.

Ese caso se quedaría sin resolver. 
Mientras se dirigía hacia el ascensor de la finca, pudo ver reflejada la cara de Dolores en el espejo del recibidor. 
Por un instante la cara pétrea e impasible de Dolores se relajó, y sólo por un instante, el Sargento de homicidios intuyó una leve sonrisa...

...una sonrisa muy especial...

... una sonrisa de victoria. 
- Fin de la Parte III - 
Este es un micro-relato en construcción.

Si no quieres perderte como sigue, hazte Follower.

Si te ha gustado, dále a RT para compartirlo.

Gracias. 
Me gusta que mis historias tengan banda sonora.

Creo que esta canción de la Lana del Rey acompaña muy bien al relato...